La tesis
de este artículo es que existe una relación causal directa entre los derechos humanos
liberales y la desigualdad socio-económica, es decir, mientras más se aplican
los derechos naturales del liberalismo, mayor es la injusticia social que se
genera.
Patricio Valdés Marín
En la actualidad, vemos con pavor que la
desigualdad social supera todo lo imaginable por la extrema acumulación y
concentración del capital. El estudio presentado en enero de 2014 por la ONG OxfamIntermon, “Secuestro
democrático y desigualdad económica”, parte de datos objetivos de varias
instituciones oficiales e informes internacionales que constata la excesiva
concentración mundial en pocas manos, como que 85 individuos acumulan tanta
riqueza como los 3.570 millones de personas que forman la mitad más pobre de la
población mundial, o que la mitad de la riqueza está en manos de apenas 1% de
todo el mundo. Eso sin contar, advierte el informe, que una considerable
cantidad de esta riqueza está oculta en paraísos fiscales. Además sabemos muy
bien que Chile se encuentra entre los países con mayor desigualdad económica
del mundo. Por otra parte, la extrema acumulación y concentración de riqueza
genera en sus propietarios un enorme poder político y hasta militar, situación
que se contrapone con la misma ideología liberal y republicana.
En este artículo nos remitiremos a la obra en
la que John Locke (1632-1704) condensó lo esencial de su pensamiento político,
su Segundo tratado sobre el gobierno
civil: un ensayo acerca el verdadero origen, alcance y fin del gobierno civil
(1690) (ver: http://oregonstate.edu/instruct/ph1302/texts/locke/locke2nd-a.html)
y que es la piedra fundacional de la filosofía política occidental. Allí este
filósofo empirista inglés expresa el ideal de la burguesía y refleja la opinión
de la ascendente clase burguesa. No se vaya a pensar que un polvoriento libro
de más de 300 años de antigüedad esté obsoleto. Por el contrario, tal como el
Teorema de Pitágoras está plenamente vigente para la geometría, la teoría
vertida en dicho libro es el fundamento de la ideología liberal que muchos
defienden apasionadamente en nuestros días. Considerado el padre del
individualismo liberal, Locke tuvo una influencia gravitante en la conformación
del liberalismo, que es la ideología de la burguesía capitalista, sobre todo
anglosajona, condicionando la democracia como sistema de ordenamiento político
y social que haría su aparición un siglo después. Haciendo un ejercicio,
podemos imaginar que la burguesía, que controla el mundo a través del capital,
habita un imponente castillo que posee tres imbatibles muros defensivos con
torreones, almenas y fosos. La negra bandera, que esplendorosa flamea en lo más
alto del alcázar, proclama “Codicia”. Los peones que defienden sus murallas
somos todos nosotros que adherimos conscientes o no, imbuidos de los ideales
liberales machacados por los medios de comunicación burgueses y capitalistas durante
generaciones y rogamos agradecidos que el capital pueda ser invertido para obsequiarnos puestos de trabajo. El arquitecto de esta fortaleza fue Locke.
Primer
muro defensivo: el individualismo.
Según la ideología del individualismo propulsada
principalmente por Locke el individuo existe para sí mismo, independientemente
de la sociedad, y el Estado no puede interferir en su acción. Esta ideología
surgió de la tendencia exagerada a suponer que la identidad personal consigo
misma es igual a ser objeto de su propia actividad. Por ella se sostiene que la
psicología de los individuos está hecha para perseguir su propio bienestar e
interés individual, sin reparar necesariamente en el bien a los demás ni en la
acción colectiva hacia cada uno. Más bien, Adam Smith (1723-1790), otro
empirista inglés, supuso que existe una relación causal, una mano negra, entre
el afán de lucro individual y su efecto en el bienestar colectivo si se deja
que las leyes del mercado operen libremente.
Ya en el Renacimiento apareció la idea de que
el ser humano puede hacerse a sí mismo, desvinculado de toda autoridad
religiosa o moral. Con los filósofos políticos ingleses la idea de “individuo”
pasó a referirse al ser humano en su relación con el Estado y con los otros seres
humanos dentro de la sociedad civil. El énfasis fue puesto en dos aspectos: 1º
su propia finalidad que le es tan exclusiva que no necesita de otros seres, 2º
el respeto y la no interferencia a la acción de los otros seres humanos en la
suposición de que cada cual anda tras lo suyo. Ya Thomas Hobbes (1588-1679)
subrayó la idea de que la finalidad que cada uno persigue es su propia
felicidad, si acaso “felicidad” pudo ser alguna vez definida apropiadamente por
los empiristas. Para Locke el hombre es un ser razonable y la libertad es
inseparable de la felicidad. El fin de la política es la búsqueda de la
felicidad. Así, no hay felicidad sin garantías y no hay política que no deba
tender a extender una felicidad razonable.
Sin embargo, la idea individualista de que el
objetivo de la acción individual es su propio bienestar es contraria al hecho
antropológico de la solidaridad y la cooperación ciudadana. Aquella idea está
detrás de la práctica política de la no participación ciudadana, concibiéndose
como suficiente la representación de los intereses individuales. Por el
contrario, un ciudadano no debe suponerse a sí mismo sólo como un votante de
sus propios representantes en la polis, quienes tendrían por misión velar por sus
intereses individuales propios y el de sus otros votantes. Si en una democracia
la misión de un representante es velar principalmente por el bien común,
entonces la misión política de un ciudadano no se remite a entregar su voto en
el día de las elecciones, sino que la acción de este ciudadano se refiere a su
participación en la construcción de ese bien común, considerando además que dicho
bien podría contradecir en ocasiones el interés individual del ciudadano en
cuestión. También en este sentido la institucionalidad política de una nación no
debe encasillarse en burocracias, sino que debe tener sus puertas abiertas a
los movimientos participativos de los ciudadanos.
En contra de la ideología liberal del
individualismo, en general, y de Locke, en particular, considerando que él
vivió en una época que se creía fielmente en el bíblico libro del Génesis para explicar la historia y la evolución
humana, se puede afirmar que su teoría política no responde a los hechos
antropológicos. En primer lugar, el ser humano es una criatura que, como todo
ser viviente, está tras su propia supervivencia y reproducción, pero, como homo sapiens, es una criatura que ha
evolucionado genéticamente a lo largo de centenas de miles de años por el
esfuerzo colectivo y comunitario, siendo su psicología social, no individualista,
sino que principalmente cooperadora y solidaria. Adicionalmente, su condición
de sapiens le permite proyectar
intencionalmente su vida, más que a la pura satisfacción de sus necesidades
inmediatas, hacia incluso la posibilidad de lo transcendente, lo que lo hace un
ser eminentemente moral. Puesto que la naturaleza humana no se explica
únicamente por el egoísmo, sino que también por la solidaridad, el individualismo
tiene, ideológicamente hablando, una enorme contradicción. Quienes lo defienden
desde esta perspectiva son personajes que tienen más intereses personales que
proteger que excedentes que compartir. Lo que realmente ha ocurrido es que se
ha forzado a sostener, mediante una ideología persistente y poderosa, que las
fuerzas centrípetas del individuo producen indirectamente un encuentro
solidario de fuerzas centrífugas que se juntan en virtud del mercado,
desvalorizando lo social y lo democrático.
La ética humanista critica a la ética
individualista cundo contrapone al egoísmo y la codicia del capitalismo liberal
relaciones sociales más equitativas y cooperadoras y por ser la antítesis de la
solidaridad y la igualdad natural de los seres humanos. La ética individualista
ha elevado el pecado capital de la codicia a la categoría de una virtud cardinal.
Deshumaniza la estructura social al interponer el dinero como principal vínculo
en las relaciones humanas. Origina individuos egoístas al enfatizar el lucro
individual como motor y fin de la actividad humana. Impone el valor de la
competencia individualista a nuestra natural psicología de cooperación social.
Trastoca el carácter de creatividad y contribución del trabajo por mera
mercancía impersonal. Genera un consumismo y un exitismo desenfrenado. Propone
modelos para el deber ser que son estereotipos irreales e irrealizables,
provocando angustias generalizadas.
Segundo
muro defensivo: el derecho de propiedad privada.
La Declaración Universal de los Derechos
Humanos de las Naciones Unidas, efectuada en 1948, en su artículo 3, expresa:
“Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su
persona.” Esta proclama se realizó con la gran esperanza de que las naciones
del mundo avanzaran por el ancho camino de la humanidad, la solidaridad y la
civilización. Sin embargo, esta esperanza se ha visto frustrada por la carga
ideológica que conllevan los derechos humanos desde un origen en Loche, y que
supera con creces la influencia que el sociólogo Max Weber atribuyó al protestantismo
sobre el capitalismo en su famosa obra póstuma La ética protestante y el espíritu del capitalismo, 1921. A pesar
de que la declaración de las Naciones Unidas omite expresamente el derecho de
propiedad, la ideología liberal ha impuesto este “derecho” en la conciencia
colectiva como uno de los derechos humanos fundamentales.
La moderna discusión acerca del derecho
natural de propiedad privada parte con Locke, quien fue el primero en incluirlo
junto al derecho a la vida y el derecho a la libertad. Él creía que la
propiedad privada existe en el estado de naturaleza, siendo anterior a la
sociedad civil. Por consiguiente, la propiedad es un derecho natural y tan
primitivo como el derecho a la vida y a la libertad. La propiedad confiere la
felicidad y la mayor felicidad coincide con el mayor poder. Un individuo tiene
derecho de propiedad sobre toda la tierra que pueda labrar, sembrar y cultivar para
aprovechar sus productos. Posteriormente, los hombres salen de la naturaleza y
constituyen una sociedad civil y un sistema de gobierno cuyo propósito es la defensa
de la propiedad. El poder político es una especie de depósito confiado por
propietarios a propietarios (“political trusteeship”) y la salvaguarda de la
propiedad es el propósito de un gobierno y la razón por la cual los hombres
entran en sociedad. Con un cierto tono hobbsiano, afirmaba que el objeto
supremo y principal que persiguen los hombres al unirse formando una comunidad
y colocándose bajo un gobierno, es la preservación de sus propiedades. Pensaba
que cada uno tiene el derecho a poseer la totalidad del fruto de su trabajo, pues
creía que si el individuo posee su propio cuerpo, también posee su trabajo y,
relacionando trabajo y valor de la hacienda, posee el fruto de éste. De acuerdo
con los prejuicios de su época, suponía que el trabajo es la única fuente
honesta de riqueza y ésta podía ser heredada por su hijo. La sociedad que él
propuso y que contentaría las aspiraciones naturales de los hombres es una
sociedad donde el derecho a la propiedad está garantizado por un sistema
legislativo y político de total imparcialidad que protege al individuo y a sus
derechos de otros individuos que pretenden arrebatárselos. Es claro en la
actualidad que el derecho de propiedad privada no surge necesariamente del
trabajo ni, consecuentemente, de la ley natural, como supuso Locke.
Cuando Locke escribía sus pensamientos, aún no
surgía la Revolución Industrial. Él imaginaba una sociedad de agricultores y
pastores que trabajaban directamente la tierra para obtener los frutos que
posibilitaban su supervivencia. Fue la época cuando la nobleza feudal inglesa se
convirtió en aristocracia agraria, en los siglos XVI y XVII. Lo que defendía
era la propiedad sobre el erario de tierra, el caballo, el arado, el establo,
la morada que el labriego necesitaba para vivir y sostener digna y honestamente
a su familia, la cosecha, la semilla para satisfacer sus necesidades vitales y
ser libre. Jamás pudo prever que sobre el derecho inalienable, fundamental y
natural de propiedad privada que estaba defendiendo se sostendría
posteriormente el derecho de la propiedad inapelablemente privada sobre las
grandes fortunas que la industria y el comercio de una economía desarrollada
hacen posible. Menos pudo prever la enorme acumulación de capital requerida por
las grandes empresas nacidas del carbón y el hierro, y las aún mayores surgidas
del acero y la electricidad, de los materiales sintéticos y la electrónica, de
las comunicaciones y los transportes, de los alimentos e incluso la guerra. De
modo que el derecho de propiedad, concerniente al cual se erigen enormes
imperios económicos, de hecho se fundamenta jurídica y filosóficamente sobre un
modesto e ingenuo origen, el que ha sido reforzado por la codicia, llevada al
rango de virtud, que reafirma la ideología liberal e individualista.
En consideración de los anhelos por la
solidaridad, la equidad y la igualdad, se ha pretendido dar al derecho de
propiedad privada una justificación ética, cuando en realidad la única
justificación es de hecho; esto es, es un “derecho” que proviene del ejercicio
del poder que emana precisamente de la posesión. El hecho es que el poder
político proviene del poder económico y el orden jurídico se establece según el
interés económico de quienes detentan el poder político. El Estado burgués, que
es el que nos rige y que rige a casi todo el mundo, llega a ser funcional a los
intereses de la clase propietaria. La historia de todas las guerras y
conflagraciones atestigua la lucha para hacer prevalecer los intereses
económicos de los propietarios sobre aquellos de los demás, sin considerar para
nada el bien común y menos la equidad. El poder del Estado y la sociedad civil
se ve sobrepasado por el poder del capital. El sustento ideológico del derecho
de propiedad no tiene fuerza si no es respaldado por el poder que proviene de
la posesión de capital. Mediante el cohecho, el chantaje de la pérdida de
empleo y el manejo ideológico efectuado a través de los medios masivos de
comunicación, quienes controlan la economía logran imponer al electorado su
voluntad para controlar la política. El grupo de propietarios de un país,
organizado inteligente y colectivamente, o constituye una oligarquía
conservadora y privilegiada cuando domina al Estado, o se transmuta en liberal
que favorece la libre empresa y el libre mercado cuando pasa a la minoría
política. Sólo el socialismo se constituye o en amenaza seria o meramente
ritual a la propiedad privada. Si el electorado fuera adverso a los intereses
de los ricos y poderosos, simplemente no habría electorado, sino que dictadura.
La estabilidad social y política es producto, no de la intención más o menos
democrática de los ciudadanos ni de la mayor o menor fortaleza de las
instituciones políticas, sino de la cantidad de garantías y privilegios que los
ricos consiguen extraer de la sociedad civil para obtener mayores beneficios y
privilegios.
La posesión de capital genera diferencias socio-económicas
profundas, produciendo, en los términos de Carlos Marx (1812-1878),
capitalistas explotadores y trabajadores explotados, y trae necesariamente aparejada
de la mano la posesión del poder político que permite garantizar justamente su
posesión y acumulación. Marx proponía el comunismo, que era el sistema
socio-político de igualdad social que surgiría tras la apropiación del capital
por parte de la colectividad, la que fue organizada en los hechos por un fuerte y cruel Estado totalitario. Era una drástica solución para la dicotomía capital-trabajo en favor del trabajo, pero que requería la subordinación del individuo a la colectividad. En el mercado la relación capital-trabajo es
esencialmente desequilibrada. El capitalista ejerce el poder absoluto, que
formalmente niega una democracia, sobre justamente los individuos a través de
la adquisición al menor valor posible de trabajo, último recurso de quienes
nada poseen para poder seguir existiendo. En esta situación, un moderno capitalista
puede oficiar como el peor tiranuelo del país más atrasado y violento en la
edad más oscura conocida en la historia de la humanidad. Además, el poder de
los capitalistas se refuerza con la propiedad de los medios de comunicación de
masas, mediante los cuales influyen en el todo social para la aceptación de su
propia ideología. El capitalismo, que venía de la mano de la revolución industrial,
alteró el sentido primitivo del derecho de propiedad, produciendo graves
tensiones en la estructura social al privatizar todo capital. Extremando esta
tendencia, a través de la idea de subsidiariedad el neoliberalismo otorga al
Estado la función no sólo de proteger y defender la propiedad privada, sino que
también negarle al mismo todo derecho a la posesión de los medios de producción
económica.
La idea de propiedad privada individualista se
refiere a la posesión, uso, usufructo, beneficio y disposición exclusiva,
absoluta, permanente e indefinida por un individuo determinado sobre bienes o
recursos, escasos o no, que pueden ser alternativamente
usados, usufructuados y dispuestos por otros individuos. El ordenamiento
político vigente sería incomprensible sin la aceptación generalizada de este
derecho. El mundo se desarrolla en el inestable equilibrio de este derecho,
demandando leyes cada vez más severas y represivas para defenderlo, y con cada
vez mayor fuerza policial en la medida que aumenta la inequidad social, lo que
genera fuertes tensiones sociales y políticas. Cualquier alteración al orden
vigente de reconocimiento de la propiedad privada y al respeto absoluto que
exige este derecho podría desencadenar intensos conflictos, tan grande es el
poder político e ideológico que detentan los grandes propietarios. Lo que se
observa es que estos propietarios se agrupan política y socialmente para
defender sus privilegios, constituyendo una clase social dominante en la cual
se reproduce y acrecienta su poder. Los grandes propietarios, por el hecho de
poseer, suelen adquirir un poder social y político tan desmedido que llegan a
exigir el reconocimiento necesario para que el hecho de la posesión privada
adquiera el status de derecho inviolable, establecido jurídicamente y
garantizado y protegido por la ley. Así, la única justificación para reconocer
el derecho de propiedad privada sobre bienes decisivos no está generalmente en
la esencia de los seres humanos y su natural convivencia, sino en la
conveniencia de la burguesía capitalista dominante, la que gravita con su
enorme poder en las decisiones políticas y el derecho positivo.
Desde luego, no debería entenderse el derecho
de propiedad como la posesión irrestricta de los medios que permiten satisfacer
hasta los caprichos más nimios de un individuo en particular o que facultan
controlar la economía nacional e internacional. No puede justificarse
únicamente como la urgencia de satisfacer toda necesidad individual, pues esta
idea es tan amplia que abarca hasta la pequeñísima privación que existe para la
superabundancia. En el régimen político de una moderna democracia neoliberal,
que ha nacido de los intereses de una burguesía privilegiada y que es el que
llegan a establecer tanto constituyentes como legisladores que responden a
tales intereses, la idea de derecho de propiedad se ha extendido para
significar la satisfacción de caprichos individuales por medios escasos que
pueden ser aprovechados alternativamente por otros, tanto o más necesitados.
Entonces, es contradictorio el otorgamiento a este derecho del calificativo de
“natural”. Al menos no sería natural para el desposeído verse privado de medios
que le permitirían sobrevivir.
Nadie puede discutir que los efectos y bienes
personales, la vivienda, el automóvil, los implementos de trabajo, etc., no
deban ser tenidos como propiedad privada y constitutivo de derecho humano. De
ahí podemos decir que el derecho de propiedad tiene un sentido restringido y un
sentido amplio. En sentido restringido, como el descrito, que permite a su
poseedor asegurar su supervivencia y ejercer su libertad, podría ser un derecho
humano. En el sentido amplio, como lo concibe el liberalismo, no es de modo
alguno un derecho humano y menos natural, sino que es un privilegio y pertenece
exclusivamente al derecho positivo. Una
primera razón para desestimar la idea de que el derecho de propiedad privada,
en el sentido amplio, tiene la condición de natural es que no está referido
directamente a la persona en sus características esenciales de su existencia y
de su actuar libre, sino que a ciertas prerrogativas del individuo reconocidas
convencionalmente por la sociedad civil según el derecho positivo. Una segunda
razón en contra de su sentido amplio es que el derecho de propiedad privada
trata de bienes escasos que alternativamente pueden satisfacer exclusivamente
el capricho más absurdo del dueño o satisfacer las necesidades más vitales de
tantos otros. Una tercera razón en contra es que por garantizar el uso y
usufructo de un bien escaso, este derecho trata más bien de una concesión de
privilegios. Por último, el esfuerzo puesto en la creación de cualquier riqueza
nunca es individual, sino que colectivo, por lo cual lo que es obtenido
socialmente debe ser también compartido socialmente. Si alguien usufructúa
privadamente de algún bien, no es por mérito propio, sino que es por un
privilegio que la sociedad permite.
Podemos observar que este derecho ha adquirido
mayor importancia que los restantes, y en su defensa la legislación de
cualquier país se ocupa largamente, no trepidando en restringir otros derechos de
mayor importancia, como el derecho a la vida y el derecho a la libertad. La
razón es que la propiedad privada incluye el capital, que es un factor decisivo
de la producción económica y, consecuentemente, del crecimiento económico de un
país. Además, no se puede eludir el problema que el ser humano no solo trabaja
y consume, también necesita emprender, innovar, crear y producir, y para ello
él requiere capital, como factor de la producción. Adicionalmente, si la
economía globalizada es actualmente una realidad, es porque el valor de la
propiedad privada se ha consagrado como un derecho de carácter absoluto en las
legislaciones de todos los países que adhieren a este sistema global.
Tercer
muro defensivo: el individuo como sujeto de derechos.
El nuevo sistema político que surgió de las
cenizas del feudalismo fue el de la burguesía liberal capitalista. Para una
oligarquía acostumbrada a hacer valer sus privilegios apelando al derecho
divino no le costó hacer la transición de validarlos con el derecho natural. El
primero que tuvo la idea de proclamar a la persona como sujeto de los derechos a la vida, a la libertad y de la propiedad
que los definió como naturales e inalienables fue Locke. Estos derechos no son
otra cosa que una investidura de autonomía respecto de la sociedad civil con la
que él revistió al individuo. Locke sentó los principios básicos del
constitucionalismo liberal al postular que los hombres nacen iguales, dotados
de derechos que les son naturales e inalienables por vivir en estado de
naturaleza. Propuso que la propiedad, la vida y la libertad son los derechos
naturales y son anteriores a la constitución de la sociedad. Para superar los
conflictos que pudieran suscitarse contra la vida, la libertad o la propiedad,
celebraron un contrato social originario que fue válido, pues los contratantes
estaban igual y previamente revestidos de derechos naturales. De este modo, el
Estado burgués nace de un “contrato social” originario a partir de individuos
iguales en derechos naturales y su función es precisamente proteger los
mencionados derechos, partiendo por el de propiedad. La monarquía de derecho
divino estaba condenada a desaparecer y suplantada por una autoridad emanada de
propietarios-soberanos cuyo propósito es proteger la propiedad privada. “¡El
rey ha muerto, viva el presidente!”
Sin embargo, el ámbito en que Locke
desarrollaba su pensamiento era el de la política y el poder, y en ese ámbito
no se puede pecar de ingenuo. Por el contrario, en el ámbito del poder surgen
pecados capitales, como la codicia y el egoísmo. Lo que no estuvo en los
cálculos de Locke fue el hecho de que al estar el individuo investido de
derechos naturales, como sujeto de derechos, le permite, en este caso el burgués
capitalista, disfrutar su derecho a la vida hasta los límites de su fortuna,
ejercer su libertad hasta los límites impuestos por la ley y disponer de su
propiedad a su entero arbitrio, sin consideración alguna por los otros
individuos de la sociedad. El mayor poder relativo de los burgueses
contratantes creó las instituciones políticas para proteger los proclamados
derechos que, por su parte, aseguraron la mantención del poder, y lo que la
burguesía capitalista, como fronda, siempre ha tenido de sobra es justamente
poder. Desde la división de la sociedad entre capitalistas y proletarios a
partir de la Revolución industrial, estos privilegios están a distancias
siderales de la realidad de los derechos otorgados al proletariado. En la
burguesía capitalista la investidura de derechos naturales traía consigo
codicia y egoísmo, no quedando para el proletariado otra investidura que la
sumisión y el reclamo silencioso.
Criticando a Locke en este punto específico de
que el individuo es sujeto de derechos naturales, podemos afirmar que desde su
misma concepción en el seno materno un individuo no es un sujeto de tales derechos.
No nace con derechos naturales e inalienables. Un individuo no nace en el
desierto, sino que nace en el seno de una sociedad. La razón es que los derechos
que el individuo posee los tiene por su pertenencia a la sociedad. La sociedad
es anterior al individuo, como la antropología moderna no deja de reconocer. Por
lo tanto, por pertenecer a un todo social un individuo es objeto de derechos.
Una sociedad “reconoce” derechos al individuo por su capacidad de razonamiento
y acciones intencionales o, como diría Humberto Maturana, por ser reconocido
como un legítimo otro. Mientras más civilizada es la sociedad, con mayor fuerza
otorga derechos a los individuos que la componen mientras suprime privilegios a
algunos individuos favorecidos arbitrariamente. Los derechos surgen de las
relaciones humanas en las que se reconoce al individuo como otro semejante. Una
sociedad otorga derechos a los individuos a la vez que le demanda obligaciones.
El Estado los regula y los hace valer. Una sociedad democrática hace iguales a todos
los individuos frente a la ley.
Si negamos el “estado de naturaleza” de Locke,
¿estaremos entregando el individuo a las arbitrariedades de la sociedad y el
Estado? El filósofo francés, Jacques Maritain (1882-1972), estableció un
principio fundamental de la filosofía política argumentando que en la
complejidad de la persona la individualidad se refiere sólo a lo que forma
parte de un todo social. Un ser humano es antes que nada una persona, siendo su
individualidad un aspecto de su humanidad. Si una parte es menor que el todo,
un individuo es menor que la sociedad, y, por tanto, está en función de la
sociedad. Sin embargo, a pesar de ser una parte de la sociedad, los individuos
humanos son personas, y como tales, cada persona es un todo en sí mismo, con
potencialidades que desarrollar, con necesidades que satisfacer y,
principalmente, con finalidades propias que perseguir y que trascienden la
sociedad. Esta es la razón por la que el Estado debe estar en función de las
personas, siendo éste su objetivo, y no al revés. El ser humano es
principalmente una persona que en la libertad y la voluntad que lo caracterizan
se proyecta hacia dimensiones que trascienden la realidad del todo social. La sociedad
no pueda abarcar la totalidad de la persona, por lo que aquella debe
reconocerle finalidades propias ajenas de su dominio. Cada individuo humano es
primeramente una persona, y una persona es un ser que, a diferencia del resto
de los seres del universo, tiene la capacidad para ejercer acciones
intencionales y, por tanto, libres. La preeminencia de un individuo respecto a
la sociedad no está en supuestos derechos naturales anteriores a la
constitución de la sociedad, sino en finalidades que trascienden la sociedad,
lo que consagra el reconocimiento de los derechos humanos.
Si el individuo fuera objeto de derechos,
primarían los deberes propios y los derechos de los demás individuos de la
sociedad civil. El poder de la persona para ejercer sus derechos humanos
obedece al poder de la sociedad y el Estado que deben reconocer dichos derechos
al tiempo de velar por el bien común y la justicia social. Sostener que la
persona es objeto de derechos naturales es un paso decisivo hacia la
democratización de la sociedad, pues destruye la hipocresía que asegura que un
proletario es poseedor de por sí de derechos que sabemos por otra parte que la
sociedad no valida. Lo que se propone en este artículo es sincerar las cosas y
en vez de que una oligarquía sea la que valide sus derechos usando el poder
(prensa, cohecho, golpes, guerra), sea la misma sociedad civil que lo haga en
forma democrática. En cambio, lo que la sociedad está validando en la
actualidad, en este ser sujeto de derechos, y que sustenta la tesis enunciada
al comienzo de que “mientras más se aplican los derechos naturales del
liberalismo, mayor es la injusticia social que se genera” y que es la clave sistémica que explica esta aparente contradicción, es que ¡el trabajador debe entrar al mismo libre mercado
de la producción que el capital, donde el trabajo asalariado, por su relativa
abundancia, tiene una gran oferta, mientras el capital, por su relativa
escasez, es muy demandado, perpetuando una desigualdad estructural que sigue
acumulando y concentrando el capital y el poder que éste trae consigo en manos
de la gran burguesía, mientras el trabajo no consigue obtener una remuneración
equitativa!
Por otra parte, lo que la sociedad está
también validando en la actualidad es que el capital deba ser reinvertido continuamente
para seguir obteniendo beneficios, que es el propósito específico del
capitalismo, con la finalidad última de conseguir el anhelado crecimiento
económico y la satisfacción de todas las necesidades de toda la humanidad. Sin
embargo, en el mismo libre mercado de la producción, donde se transan trabajo y
capital, también ingresa la naturaleza. En este caso, la naturaleza es un bien
que está comenzando a escasear más que el capital, a juzgar por el sostenido
deterioro relativo del crecimiento económico que se registra en el mundo desde
2009. Observamos una intensificación de
la explotación de una ya muy limitada y expoliada naturaleza. El ominoso futuro
que todos estamos contribuyendo a preparar quimérica y afanosamente tendrá como
resultado probable una espiral donde el capital seguirá mecánicamente
reinvirtiendo, pero no podrá subsistir al total agotamiento de los recursos
naturales, dejando cesante a una importante proporción del trabajo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario